Volví con la valija pesada de mis últimas vacaciones en Argentina. Traía unas cuantas botellas de vino. De muy buen vino que Alejandro, por interpósita persona -diría un amigo-, me regaló y que acepté no sin antes oponerme con escaso énfasis.
Cuando el vino llegó a mi casa -un día después de mi aterrizaje, ya que mi valija quedó perdida en algún aeropuerto-, puse las de tinto a buen resguardo y la de blanco a enfriar. La tenía ahí, fresquita, para abrirla en un buen momento, en una gran ocasión. Suponía que a este sauvignon del 2007 -un blanco potente y perfumado- le llegaría su hora en diciembre.
Me pareció una exageración encender velas perfumadas. Tampoco puse la mesa con el mantel nuevo, ni los platos modernos, ni las servilletas de color, aunque la situación podría haberlo ameritado. Era, sí, una cena íntima. Un momento especial.
Fueron 90 minutos con los ojos vidriosos. Los recuerdos, la emoción, el pasado, el presente y el futuro. Yo y una estrella: Diego Armando Maradona, que bien se merece un brindis con un blanco de Rutini.
Cuando el vino llegó a mi casa -un día después de mi aterrizaje, ya que mi valija quedó perdida en algún aeropuerto-, puse las de tinto a buen resguardo y la de blanco a enfriar. La tenía ahí, fresquita, para abrirla en un buen momento, en una gran ocasión. Suponía que a este sauvignon del 2007 -un blanco potente y perfumado- le llegaría su hora en diciembre.
Me pareció una exageración encender velas perfumadas. Tampoco puse la mesa con el mantel nuevo, ni los platos modernos, ni las servilletas de color, aunque la situación podría haberlo ameritado. Era, sí, una cena íntima. Un momento especial.
Fueron 90 minutos con los ojos vidriosos. Los recuerdos, la emoción, el pasado, el presente y el futuro. Yo y una estrella: Diego Armando Maradona, que bien se merece un brindis con un blanco de Rutini.