Lo que estaba haciendo no era jugar al bowling, era tirar una bola grande y colorada para adelante, con el inconfesado temor de que un dedo se me quedara enganchado en los agujeros que tiene para agarrarla, y tuviese que acompañar -contra mi voluntad- el pesado esférico con rumbo incierto.
Y como éramos unos cuantos, entre turno y turno se comentaba el éxito del tiro o lo bien que sienta una cerveza fría. Hasta que alguien decidió que la diversión era otra cosa; que lo que estábamos haciendo hasta ahora poco tenía que ver con divertirse. Y entonces la música subió de volumen, las luces se apagaron y los efectos luminosos se apoderaron del lugar.
Basta. Se terminó. Nadie entendía nada. Nos preguntábamos al oído si por algún lado habría una pista de baile -a la que no hubiese ido con el sólo objetivo de bailar, reafirmo-, o si ese lugar se convertiría en discoteca -cosa que no ocurrió-. Rendidos y sin respuestas comenzamos a comunicarnos con gestos, levantando las manos y respondiendo que sí a preguntas que jamás escuchamos.
Necesito saber por qué. No quiero respuestas empíricas: la normalidad no es un fundamento válido para convencerme de que la música alta y los efectos luminosos son condiciones esenciales para que se desencadene la diversión, ¿o sí?. Y como un strike es demasiado, saludo hasta el próximo spare.