martes, 10 de febrero de 2009

Apuntes, despuntes y pespuntes evolutivos.

Hace 150 años el mundo se entendía de un sólo modo. Un pensamiento hegemónico determinaba la historia de todos los seres vivos que habitaban la tierra. Pero llegó él.

Después de un largo viaje -con escala en la Patagonia y un paseo por las Galápagos-, Charles Darwin interrumpió la misa con su libro sobre el origen de las especies, y enfervorizó homilías basadas en un libro bastante más gordo y más antiguo, con varios siglos a cuestas.

La selección natural no tuvo el camino fácil, aunque sus sólidos argumentos permitieron al biólogo inglés (que en estos días festejaría su bicentenario si hubiese podido adaptarse) poner en discusión -y debilitar- la idea del Dios creador, del hombre como especie superior y la intencionalidad de la vida. Somos, según Darwin (y otros también, entre los que me incluyo haciendo halago de una arrogancia difícil de igualar), simplificando, consecuencia del azar, nada más.

El hombre, mediante la ciencia, no acepta que el azar -para algunos- o la divinidad -para otros- dominen su vida. Recibir un corazón que funcione y controlar el colesterol (del malo, lógicamente) son logros científicos que la humanidad agradece, en los que religiosamente cree, sin duda alguna.

Parece una idea compartida la de esperar que la voluntad divina termine con la vida de las personas. Un final que llega, generalmente, después de haber luchado contra esta voluntad utilizando todos los medios que la ciencia pone a disposición. Un litro de antibióticos, un hígado nuevo y un marcapasos vs. la voluntad divina. Quién sabe si hace 150 años Darwin habría imaginado semejante cartel para un debate todavía abierto.