El sábado pasado fui a mi primer encuentro preparatorio para el parto. Parto al que asistiré pero -como espero hayan intuido- seré sólo observador. El protagonismo, al menos en este caso, no es para mí.
La obstetra que daba el curso empezó mal. Hablaba del cuerpo humano y, sin despeinarse, dijo que -alguien, supongo- nos había construido como una máquina perfecta. No quise interrumpirla diciéndole que si eso fuese cierto, también debería decir que el ensayo y error para llegar a la perfección le llevó millones de años, pero no era el momento.
Se veía cómo venía la mano desde el comienzo, así que me preparé para lo peor. Y lo peor llegó: hay cosas que no están en el ADN masculino, dijo muy segura. En ese momento temí una lección sobre genética y estructura del ácido desoxirribonucleico pero el miedo se esfumó de un plumazo cuando aclaró qué era lo que faltaba en mis células.
Parece que asistir al parto, acompañar a nuestras parejas a las consultas médicas, preparar la leche y bañar o cambiar a los bebes, es algo para lo cual los hombres no estamos preparados genéticamente.
Entiendo qué quiso decir pero no lo acepto. La ciencia, o mejor, quienes trabajan en ese ámbito, tienen la obligación de brindar conceptos precisos. En este curso, la claridad y el rigor podrían ayudar a romper con la cultura machista que sobrevuela y -muchas veces- aterriza en la sociedad italiana.
Es un cambio cultural que debería partir desde las mismas mujeres. No alcanza con reclamar hasta el cansancio un trato igualitario, si frente a afirmaciones obsoletas y falsas la respuesta que se obtiene es una sonrisa condescendiente. Se empieza por ahí, y se termina discutiendo las capacidades femeninas para manejar, o lo que es peor y más peligroso, la pericia para leer los mapas ruteros.